Por: Juan Camilo Reyes Marfoi.
A veces no hace falta leer un libro de ciencia política ni ir a una universidad para entender cómo se gobierna en Casanare. Basta sentido común y sentarse a ver algunas sesiones de corporaciones públicas, donde se observa puro show de testosterona, ofensas con forma de sutilidad, codazos invisibles y miradas que matan. Porque pocos debaten con argumentos que luego se reflejan en la práctica, es algo más visceral y emocional que en lugar de la razonabilidad.
Es una lucha, como dijera Thomas Hobbes el hombre es lobo para el hombre, el que hable más duro, el que se impone, el que humilla, ese es el que gana. Así es la cosa. ¿Y el que piensa? Ese se queda en el rincón, ese no vale. Uno se pregunta si estamos en una asamblea o consejo o en un ring de boxeo. El trato es rudo, la palabra se convierte en arma, y lo político pocas veces se discute desde los fundamentos, se intimida. Lo que deberían ser algunos debates sobre temas de interés público, ético, de control político termina en juicios personales, en quién sí hace y quién no.
No hay que ser ningún genio para darse cuenta de que gobernar, para muchos, es una competencia de egos, no de ideas y sí que menos de proyectos. Y si recordáramos a Platón, que afirmaba que un buen político es, ante todo, un buen filósofo, entenderíamos por qué ‘no cesan los males en los Estados ni en la humanidad’. Si Platón los viera, quemaba La República sin dudar. Porque esas no fueron las formas en que los griegos pensaron la democracia donde deberían mandar los sabios con unas grandes ideas-acciones de justicia para lo comunitario.
Y ahí están, compitiendo no por propuestas, sino por quién le mete más el codo al otro para que no se levante, y quién tiene o dice tener la razón. Aunque a veces sea necesaria, y deba tener caminos heterópicos alternativos o diferentes, es evidente que la exageración se ha vuelto el modo favorito de persuadir, para no afrontar, ósea no leemos en otra clave, si no en la tradicionalidad de las mismas practicas discursivas. Para algunos, mejor ni mirar tanta emoción mal manejada, tanto odio acumulado, tanta rencilla vieja disfrazada de argumento. Para otros, en cambio, esto es lo ideal, ver a Casanare como una finca, con su patrón, su mayordomo, y su gente obediente.
Un modelo de gobierno feudal en pleno siglo XXI, o como si fuera otro modelo político-colonial de los Virreinatos, donde el poder se hereda, se compra o se impone, pero nunca se pone en duda, o se cuestiona. Algunos, con el ego tan inflado que no les cabe en la cabeza, hay que decirles “doctor” para que, con suerte, se dignen a mirar a la comunidad. Olvidan o fingen olvidar que su función es precisamente trabajar para ella. Pero no. Caminan como si flotaran sobre los mortales, con ese aire de megalómanos de bolsillo, creyéndose iluminados por el solo hecho de ocupar un cargo público. Y como bien dice el dicho: si quieres conocer a alguien, dale poder. Ahí se revela la verdadera cara, y vaya que en Casanare abundan los rostros hipócritas detrás del cargo.
Ni hablar de ciertos jóvenes políticos que, lejos de renovar la política, la reviven en su peor versión: arrogantes, despectivos, creyendo que están por encima del pueblo, cuando en realidad no alcanzan ni a entenderlo para ayudar a solucionar sus problemas tan propios como los del ordenamiento del territorio. Las discusiones jurídicas, legales, culturales y sociales se pierden cuando se vuelven puro formalismo positivizado, Intelectuales aventajados, donde se cita la norma, perfectamente como recitar la tabla del uno pero se olvida al ser humano que siente detrás del artículo.
Se debate más por ganar que por transformar. Y así, todo queda en palabras que suenan bien pero no cambian ninguna realidad. Y lo más grave, lo hemos naturalizado. Esa forma de mandar, de criar, de enseñar a punta de orden y grito, está hasta los tuétanos. En la casa, en la escuela, en la calle. Gobernar, al parecer, es una extensión del “porque lo digo yo” con presupuesto público. ¿Pero entonces la política es mala? No. Todo lo contrario. La política está en todo: desde la leche que compramos en el D1 hasta el recibo del agua que se debe pagar, por eso, lo malo es la politiquería. El problema es que la volvimos un negocio de favores, una máquina de clientelismo, una tómbola donde ganan los mismos de siempre. Muy pocos piensan en el bien común, en la señora del barrio ‘marginado’ sin gas, en el niño sin luz que vive en la finca para ir a estudiar, en el campesino sin agua.
Esos, para muchos, son daños colaterales del poder. Así que sí, la política con testosterona es un mal chiste. Pero lo peor es que ya nadie se ríe. Pocos gobernantes le apuestan a un cambio en las dinámicas de lo público. No se trata de esperar milagros ni de pintar ni prometer puentes donde no existen, pero sí de empezar por lo básico, tratarnos mejor. La paz no se hace desde la polarización de ideas, si no aceptando las diferentes formas de sentir, pensar, hacer y actuar. A veces estamos tan ocupados en tener la razón, en ganar discusiones y demostrar que el otro está equivocado, que se nos olvida lo más elemental, escucharnos, respetarnos y reconocernos. No es cambiar el mundo de un día para otro, es cambiar el tono, el gesto, la forma de hablarle al otro.
No por bondad ingenua, sino porque relaciones más sanas hacen sociedades menos erosionadas moralmente en lo ético, cultural y políticamente hablando. La esperanza no está en discursos nacionalistas, sino en decisiones pequeñas que nos devuelvan algo de humanidad, sin adornos, sin héroes, pero con intención. Recordando a Paulo Freire la pedagogía de la política del oprimido no es caridad disfrazada, es conciencia crítica que nace del dolor colectivo, de las necesidades reales de una sociedad desigual, que implica educar para liberar, no para domesticar. Por qué si el contexto educa, pues que sea una educación diferente, sobre todo, actuar donde más se necesita, del lado de los que nunca han sido escuchados.