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julio 25, 2025

¿Embriones políticos, o transformación social de las juventudes en las regiones?

Las opiniones de los autores son de su estricta responsabilidad y no representan la opinión de este medio de comunicación.

Por: Juan Camilo Reyes Marfoi.

Si Diógenes de Sinope resucitara hoy en Colombia, no saldría solo con su linterna, sino también con gafas de aumento y un megáfono. Ya no estaría en busca de un hombre honesto, sino de un joven consejero que realmente represente a su comunidad, y no únicamente a sus cuentas de Instagram, Facebook o TikTok. Empero, en ese escenario, lo único que encontraría no sería una juventud empoderada, sino una feria de vanidades disfrazada de ‘revolución’, donde el discurso juvenil, cada vez más light y vacío, se ha transformado en una nueva franquicia del clientelismo criollo.

Los Consejos de Juventud se presentaron como ‘el nuevo evangelio democrático’, una apuesta para que los jóvenes tomaran la palabra, propusieran, ejercieran control social y se hicieran parte activa de la construcción entre lo público y lo comunitario. Aunque su origen legal se remonta a 1997, fue con la Ley Estatutaria 1622 de 2013, conocida como el Estatuto de Ciudadanía Juvenil, y su modificación en la Ley 1885 de 2018 que dio vida una estructura más clara y precisa en su aplicabilidad. A partir de allí, comenzaron a reconocerse caminos alternativos como escenarios de participación juvenil en los que también tenían cabida las prácticas organizativas y las representaciones de minorías. No fue sino hasta el año 2021 que este sistema tomó forma con la realización de elecciones populares, permitiendo por primera vez que los jóvenes eligieran directamente a sus consejeros. Pero lo cierto es que ese “nuevo protagonismo juvenil” parece haberse quedado en el papel… o en algún reel que nunca pasó de las 200 vistas.

En muchos casos lo que se observa son Consejos de Juventud que se asemejan más a sets de grabación para redes sociales que a verdaderos espacios de transformación social. Y para colmo, en medio de la agitación por la cuenta regresiva hacia las elecciones del 19 de octubre, comienzan a desplegarse las campañas, marcadas por discursos prefabricados, pendones con sonrisas forzadas y eslóganes inspiracionales como “Juntos por el cambio joven”. También reaparecen figuras que, pese a no haber mostrado resultados de manera real a sus territorios, se presentan como referentes de una supuesta “gran gestión”, mostrando una selfie en cada esquina y usando el título de “consejero” como estandarte, cuando en realidad representaron poco o nada a sus comunidades. No es que no existan jóvenes valiosos dentro de los Consejos de Juventud, sí los hay, pero siguen siendo minoría.

En este plan piloto, una buena parte de los consejeros ha adoptado comportamientos propios de la política tradicional, aunque en versión juvenil, hacen demagogia con voz suave pero cargada de violencia simbólica, prometen infraestructuras inverosímiles como bibliotecas espaciales, pero ni siquiera logran convocar una reunión con los chinos del barrio. Ahora producen contenido y hablan “por los jóvenes”, pero no “desde los jóvenes”; es decir, no conocen el territorio, no caminan las calles, no se acercan a las veredas, y solo aparecen en época electoral, repitiendo las mismas prácticas que alguna vez dijeron querer transformar. Algunos ni siquiera regresaron al parque donde fueron elegidos. Llegaron, posaron, sonrieron para la foto y desaparecieron, como si fueran simples turistas del poder. Muchos terminaron “quemados”, y con razón, a menudo no lograron resolver ni los asuntos más básicos que afectaban a la comunidad, pero ahora, en plena efervescencia electoral, se autoproclaman estrategas políticos.

En la actualidad, muchos consejeros juveniles parecen enfocados más en construir una marca personal que en fortalecer el vínculo con sus comunidades. Diseñan logotipos, producen reels, memorizan discursos motivacionales al estilo “coach de vida” y graban videos donde aparecen serios y reflexivos, caminando en cámara lenta frente a murales coloridos, como si realmente tuvieran claridad sobre lo que hacen. Pero, cuando llega el momento de asumir las responsabilidades del Consejo, proponer políticas públicas, ejercer control social, rendir cuentas, su presencia se desvanece, como si se les hubiera caído el WiFi. Pero una cosa es el texto, y otra el contexto. Porque, aunque existen jóvenes que luchan, se organizan y movilizan con convicción, muchos otros simplemente replican el viejo libreto, aunque con un vestuario más moderno.

En varios territorios, se ha visto cómo algunas curules terminaron en manos de los hijos del concejal, el ahijado del diputado o los familiares de presidentes de Juntas de Acción Comunal. En ciertos municipios, los Consejos de Juventud se han convertido en una versión reducida del Congreso, comités que no se reúnen, actas que nadie lee y quórum que rara vez se completa. Lejos de ser espacios de transformación, se han vuelto escenarios de reproducción del clientelismo, el amiguismo y la lógica del “todo vale, porque tengo padrino”. Y ojo, esto no es para satanizar a todos.

Hay jóvenes valientes, críticos y verdaderamente comprometidos con la lucha que importa, la de aquellos menos favorecidos, con menos oportunidades para salir adelante. Esos sí valen —y mucho— la pena. Jóvenes que ejercen control social, que construyen desde abajo, que escuchan a la comunidad y preguntan con honestidad qué se necesita y cómo lograrlo. Pero no la tienen fácil. Muchos son aislados, ignorados o incluso amenazados por atreverse a señalar fallas desde dentro. En Colombia, todavía ser joven con pensamiento propio puede considerarse un deporte de alto riesgo que puede involucrar la muerte misma.

Entonces… ¿son los Consejos de Juventud embriones políticos o vehículos de transformación social? Pues, a ratos, parecen más huevos tibios que embriones, y más desfiles que transformación. Pero aún hay esperanza. Si hay algo que ha demostrado la historia, es que los verdaderos cambios no siempre empiezan con elecciones, ni discursos baratos, sino con conciencia. Y es precisamente esa conciencia crítica la que hoy se intenta silenciar desde múltiples frentes. Lo preocupante es que ahora se recurre a mecanismos indirectos para confrontar a los personeros estudiantiles, instrumentalizándolos como piezas funcionales dentro de un ajedrez ideológico que lejos de fortalecer el ejercicio democrático, profundiza las fracturas sociales y políticas ya existentes en el país.

Esta práctica, que utiliza a los jóvenes como vehículos de agendas ajenas a sus propias realidades, no solo desvirtúa los procesos de formación humana, sino que transforma los espacios educativos en escenarios de confrontación. En lugar de cultivar pensamiento crítico y vocación de servicio, se apoya la polarización, el señalamiento y la lógica de enemigo, negando así la posibilidad de construir comunidad desde la diferencia. Así que, mientras se acerca el 19 de octubre y desfilan las campañas con frases recicladas y estrategias de marketing diseñadas para obtener likes, hay algo que debe quedar claro, una curul juvenil no es una tarima. Representar a las juventudes es una responsabilidad seria, no un trampolín para figurar, apalancarse o aspirar a otros cargos. Porque si no se aporta y se trabaja desde lo local, mucho menos se hará desde lo departamental o nacional.

Al final, todo se reduce a cómo se concibe al joven y al rol que realmente se le permite asumir, si será un actor con voz y poder para transformar su entorno, o apenas un espectador decorativo, aplaudido simbólicamente pero ignorado en la toma de decisiones. La diferencia entre el adorno y la participación efectiva radica en el grado de incidencia que le reconoce la misma comunidad, en el talante y la capacidad de gestión que demuestra, y en qué medida sus decisiones contribuyen a mejorar o empeorar el territorio y la realidad cotidiana de los y las jóvenes.

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